Pavel Gómez
Publicado en El Mundo, el martes 30/11/2010
Aun hacerlo bien tiene sus costos. Pasados dos años, desde que levantó vuelo el más reciente huracán económico, los países emergentes encabezan la lista de las más rápidas recuperaciones. Pero aun hacerlo bien tiene sus costos.
Mientras muchos países desarrollados arrastran el peso de un alto desempleo, lenta recuperación de la confianza, riesgos de deflación y extrema fragilidad de sus sistemas financieros, los países emergentes muestran exactamente lo contrario: creciente confianza de los consumidores y los inversionistas, estabilidad financiera y prometedores perfiles de crecimiento. Pero he allí su talón de Aquiles. La robustez de sus economías engendra una temida amenaza: la apreciación de sus monedas. Frente a esto, las alarmas de una guerra de monedas, y su colateral, una guerra comercial, están encendidas.
El caso más sonado es la tensión monetaria entre China y los Estados Unidos. Pero este no es el único. Otros países, entre ellos varios latinoamericanos, se han visto tentados a manipular el precio de sus monedas para no perder competitividad. El problema es que si la manipulación se propaga, entonces podría activarse una nueva ola de proteccionismo, de la cual los consumidores serían los principales perdedores.
Los detonantes
El origen de esta tensión se ubica en el desbalance actual entre los países desarrollados y los países emergentes. Y en este caso, el problema de los países emergentes es precisamente que la balanza se inclina a su favor.
Los países desarrollados tienen graves problemas de confianza. Sus consumidores han frenado su consumo, con el objetivo de guardar recursos para sobrevivir en un futuro incierto. El elevado desempleo y la poca confianza en una solución rápida los ha tornado conservadores: prefieren ahorrar y reducir el endeudamiento antes que consumir con dinero propio y deuda. Esta caída del consumo es muy mala noticia para las empresas. Muchas cierran y otras reducen su escala de producción, lo cual se traduce en más desempleo y menores salarios, alimentándose un círculo vicioso de menor consumo y menor producción.
Estas trampas de recesión tienen costos sociales, económicos y políticos muy importantes. Las caídas económicas tienen profundos efectos sociales, y estos a su vez, producen disconformidad con los políticos que tienen el timón. El resultado de las recientes elecciones en los Estados Unidos es un elocuente ejemplo de esta cadena de malestares y culpas. Frente a estos riesgos, los políticos tratarán naturalmente de tomar medidas que despierten a sus economías del letargo que amenaza sus puestos. Las medidas de estímulo a economías en recesión suelen ser de dos tipos: fiscales y monetarias. Las primeras se traducen en inyección de gasto público. Las segundas se expresan en reducción de tasas de interés e inyección de dinero inorgánico.
La idea es que con menores tasas de interés y más dinero circulando resultaría más atractivo endeudarse a familias y empresas. Crédito más barato para las primeras reduce el costo de la deuda destinada al consumo y reduciría los incentivos a mantener dinero en cuentas de ahorro y otros instrumentos financieros. Crédito más barato para las empresas reduce los costos financieros de las inversiones. El problema es que cuando la Reserva Federal inyecta más dólares en la economía norteamericana también inyecta más dólares en todo el mundo. Y una parte de estos dólares viajarán a otros países en busca de mejores rendimientos. Allí es cuando las menores tasas de interés y la mayor cantidad de dólares circulando comienzan a ser malas noticias para las economías emergentes.
Los muchachos prometedores
Las economías emergentes han hecho muy bien su tarea económica durante las dos últimas décadas. Lideradas por China, la India y Brasil, los países en desarrollo son locomotoras que operan a velocidades relativamente altas y muestran excelentes perspectivas de crecimiento futuro. Por otro lado, buenas dosis de disciplina fiscal y monetaria han mejorado sustancialmente sus perfiles inflacionarios. Hoy día las inflaciones de la gran mayoría de los países emergentes son de un dígito, y en muchos casos son inferiores al 5%.
Con el crecimiento de sus economías, en los países en desarrollo ha crecido la clase media. El crecimiento de este estrato significa crecimiento del consumo. Más consumo predice buenas perspectivas para la inversión, y entonces se completa un círculo virtuoso de oferta y demanda. Las mejoras en estas dos categorías son alimentadas, también, por tasas de interés relativamente menores que las mostradas por estos mismos países hace dos décadas. Así, las nuevas generaciones conocen menores costos de endeudamiento que sus padres.
Los efectos negativos de la bonanza
El principal peligro que enfrentan muchos países emergentes es la apreciación de sus monedas y la consecuente pérdida de competitividad externa de sus industrias. Los intentos de frenar esta amenaza constituyen la pólvora de una guerra generalizada de monedas y de un posible resurgir del proteccionismo.
La paradoja de la bonanza es que una elevada entrada de capitales a un país fortalece su tasa de cambio de moneda nacional por divisas. La teoría económica de primer grado nos enseña que si aumenta la oferta de un bien, entonces su precio caerá. Esto es lo que ocurre con el precio de las divisas expresado en moneda nacional. Por ejemplo: el tipo de cambio de Chile hace cuatro meses era de 520 pesos chilenos por dólar y hace unos días estaba en 481 pesos chilenos por dólar. Esto representa una apreciación de cerca del 8%. Mientras menor es la tasa de cambio de pesos por dólar, entonces menos competitivos son los productos chilenos en el exterior. Algo similar ha ocurrido en países como Colombia, India, Singapur y Malasia, cuyas apreciaciones acumulan un promedio de 6,5% en el último año.
Esta apreciación se origina en una alta entrada de divisas, lo cual a su vez tiene tres fuentes fundamentales: a) el aumento en los precios de las materias primas; b) tasas de ganancias de las industrias locales mayores que las observadas en los países desarrollados; y c) tasas de interés mayores en los países emergentes que en los países desarrollados.
Los precios de las materias primas han crecido impulsados por la demanda de esas dos turbinas que son China e India. Mayores precios de las materias primas se traducen en mayores ingresos de divisas para muchas economías emergentes.
El crecimiento de la actividad industrial en los países emergentes, y las perspectivas de sostenibilidad, se traducen en mayores tasas de ganancias para inversiones reales en estos países que las esperadas por inversiones semejantes en países desarrollados. Esto crea un influjo de fondos que toma la forma de inversión extranjera directa.
El crecimiento sostenido tiene efectos secundarios: tarde o temprano amenaza con remolcar la inflación, mal que los países en desarrollo no desean ver revivido. Para reducir esta amenaza es preciso aumentar las tasas de interés locales, para así encarecer el crédito y moderar el crecimiento del consumo y la inversión. El problema es que estos aumentos de las tasas locales ocurren al mismo tiempo que los países desarrollados las reducen. El diferencial de tasas de interés resultante impulsa a muchos capitales a emigrar desde los países desarrollados hacia las economías emergentes.
Las manipulaciones cambiarias y las amenazas de guerras comerciales
Frente a las presiones hacia la apreciación de sus monedas, los países emergentes se ven tentados a manipular sus tipos de cambio. Esto se manifiesta en barreras a la entrada de capitales e intervenciones directas de los bancos centrales como grandes compradores de divisas. El caso más emblemático es el de China. Este país tiene varios años usando limitaciones a la entrada de capitales y compras masivas de bonos del tesoro norteamericano, como formas de esterilizar parte del influjo de divisas, y de esta manera mantener un tipo de cambio de yuanes por dólares más alto que el resultante si el mercado de divisas da cuenta del flujo real de divisas desde y hacia el país.
Al hacer esto los países buscan sostener un nivel de competitividad de sus exportaciones, usando una suerte de subsidio cambiario. La reacción de los países cuyos productos compiten con los favorecidos por este tipo de política cambiaria tomaría dos formas: 1) imitar las manipulaciones cambiarias, con lo cual se desencadena una guerra de monedas; o 2) fijar altos aranceles a los productos importados desde países que usan subsidios cambiarios, lo cual puede provocar retaliaciones que abren la puerta a guerras comerciales.
Los potenciales costos de estos dos peligros reclaman un acuerdo cooperativo global para evitar escaladas de subsidios cambiarios o proteccionismo, cuyos principales dolientes serán los consumidores y, por supuesto, los más pobres.
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